Entré en la estación de tren con ganas de olvidar todo, la universidad, el piso compartido, la fiesta de aquella noche...todo. Entre el gentío encontré mi sitio, un pequeño banco de madera que descansaba frente al lugar en el que, justamente, siempre había una puerta cuando un tren hacía alguna parada. La estación muerta. Así la llamaban, pues sólo era utilizada por gente demasiado ocupada en ésta vida, gente a la que sólo le preocupa ir de aquí para allá en busca de algo que hacer. Y entonces la vi a ella. Como un rayo de luz proveniente del mismísimo sol, como ésa sensación en la primera navidad. Algo extraño, me enamoré al instante. No sé decir porqué, y es que sus ojos marrones no me miraban, ni siquiera sabían que estaba allí; sus pecas tampoco hacían que pareciera más guapa, ni si quiera me gustaban las pecas hasta que supe que ella las tenía; nuestras miradas sólo se cruzaron una vez.
Y aún así, aún sabiendo que la probabilidad de que aquello volviera a pasar era más que pequeña, decidí ir allí todos los días.

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