domingo, 8 de abril de 2012

A spring morning

Una mañana de primavera se despierta y, entre bostezo y bostezo, consigue levantarse. Se nota cansada aquella mañana, quizá esté cansada de vivir así, en la rutina. Quizá quiere ese cambio que, aunque ya lo sabe, nunca llegará. Se pregunta, una vez más, porqué se ha dejado hacer esclava del café, una taza y un par de horas después, otra. Mientras disfruta del amargo sabor del café solo, rebusca en los miles de recuerdos guardados con llave en su cabeza. Para encontrar sólo uno. Ése recuerdo que la sitúa en el mismo lugar, momento y circunstancia en la que se encuentra, con un cambio simple. Se revolvía entre las sábanas blancas que envolvían su cama y, tras desperezarse un par de veces, se quedaba, simplemente, mirando sus ojos. De color marrón oscuro, nada especial, enmarcados por una cara que hay que revivir con maquillaje cada mañana para, al menos, ser alguien de nuevo. Le había tenido allí, y le dejó escapar. Sabe que va a tener que convivir con éso, con el recuerdo de haber estado entre sus brazos, de haber podido recorrer todas y cada una de las pecas de su espalda. Recuerdos que ni con el cambio de cientos de estaciones cambiarán. Quiere parar de hacerse daño, porque los recuerdos se agrupan en su pecho como esquirlas de cristal, pero su mente se empeña en rememorar cada uno de los recuerdos que tiene, y su corazón en latir más y más con cada imagen y palabra que le viene a la cabeza. Suelta la taza, que cae al suelo y se rompe en mil pedazos. El hecho de volver a vivir lo que ocurrió, de volver a creer que siente sus labios contra los suyos, de volver a creer en el amor, se amontona en su garganta, en forma de nudo, y en sus ojos, en forma de lágrimas. 




Y se equivocó si creyó que las ganas de amarle no volverían cada mañana, recordándole que no iba a regresar.  
Jamás. 

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