Se sienta en la cama y mira hacia la derecha, allí está su perdición. Allí está ése estúpido trozo redondeado de cristal que le muestra lo que no quiere ver, su reflejo, sus imperfecciones más que abundantes, todo lo que no le gusta de sí misma. Se levanta, enfadada consigo misma por algo que no comprende o que no quiere comprender, agarra ése precioso jarrón de porcelana blanca con pequeñas flores de un color pálido que le regaló su madre, y lo lanza contra lo que le impide ser como quiere, lo que le impide mostrarle al mundo cómo es en realidad. Se rompe en mil pedazos de fina porcelana que quedan esparcidos por el suelo, esperando que se levante de la cama para cortar su fina piel y demostrarle que no es tan fuerte como cree, que ella también sangra, al igual que el espejo. Quedan cientos de pedazos esparcidos junto con la porcelana, devolviendo su propio reflejo distorsionado, como si fueran las cientos de personalidades distintas que tiene que adoptar en un sólo día para que al menos, alguien, sepa que está ahí, que también existe justo como el resto. Vuelve a adoptar la misma posición que al principio, con las piernas sobre el edredón manchado con las lágrimas que se ha empeñado en derramar, una tras otra sin remedio; escuchando una y otra vez la misma canción deprimente que le hace llorar una y otra vez; haciéndose por primera vez un corte en la muñeca que le permite sentirse viva e importante en su vida. Y así podría vivir durante meses, quizás años.
Haciéndose promesas a sí misma que nunca serán cumplidas,
negándose a creer que siempre hay una salida.
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