Anoche conseguiste hacer que te echara de menos. Mientras bailaba con las gotas de sudor pegadas a la frente, en busca de una nueva aventura que tuviera como fecha de principio y final esa misma noche. No sé cómo pudo ocurrir, fue solo un momento, un abrir y cerrar de ojos, en el que mi mundo se apagó un instante para dejarte brillar a ti y recordarme, una vez más, que salir a bailar sin tenerte al lado es como intentar montar sin caballo. Así que, como tantas otras noches, abandoné el bar y me fui directamente a casa, esperando encontrarte entre mis sábanas, pidiéndole a mi calor que rebaje el frío de tu piel, pidiéndome una tregua, una noche más enredados entre algodón y poca ropa.
En vez de eso, tengo que conformarme con mi apartamento vacío, sin luces, sin alma. Vacío de ti, de tu esencia, de todo eso que desprendes y de lo que me es tan difícil despedirme. Más de una vez, confesaré, me obligo a resistir la tentación de marcar tu número, oír tu voz, preguntarte qué tal estás aún sabiendo la respuesta, preguntarte por el trabajo, la familia, tu vida. Quizá incluso me atreviera a preguntarte si hay alguien que ocupe mi lugar, que te saque sonrisas cada mañana al despertar. Pero, sinceramente, lo dudo. Conociendo tus idas y venidas, conociendo tus maneras, aún me sorprende si quiera haber tenido el placer de saberte completamente para mí. Eras, eres y serás lo que todo el mundo llamaría un misterio sin posible solución. Nunca llegué a conocerte del todo, aunque bien sabes que lo intenté con todas mis fuerzas.
Volviendo a lo de anoche... mentí, en realidad fue un desastre. Puede que fuera el alcohol o quizá la simple estupidez que tanto me caracteriza lo que me hizo plantarme en la puerta de tu casa. Supongo que tenías razón cuando dijiste que "si es de verdad, no se acaba". Igual que también supongo que debí avisarte y que tampoco debí intentar entrar a las cinco de la mañana con unas llaves que ya no valen. Aunque sí confieso que aún ahora me sorprende que abrieras la puerta con toda la tranquilidad del mundo, que te plantaras en medio con cara adormilada e intentaras arrastrarme dentro. En realidad aquello fue una locura, ir hasta allí, aporrear tu puerta cuando no pude abrirla, casi llorar al caer en la cuenta de que aquel ya no es mi sitio y lo estúpido de haber puesto el piloto automático para que me condujera hasta ti sin tener luego la sensación o el sentimiento de culpa de haberlo planeado.
¿Lo más descabellado de todo? Probablemente fue mirarte en ese momento a la cara, sonreír de la manera más estúpida que existe y largarme por donde había venido sin siquiera darme la vuelta para mirarte una última vez.

No hay comentarios:
Publicar un comentario